Audaces fortuna iuvat

Aguja Dibona

A los montañeros de bocadillo y siesta nos cuesta bastante ponernos en la mente de un alpinista extremo e imaginar por ejemplo lo que puede pasar por la cabeza de un himalayista a la hora de continuar cuando las condiciones se vuelven adversas, cuando existe un fino equilibrio entre el empuje para culminar la ascensión con éxito y el instinto de superviviencia. Los senderistas evitan por lo general la montaña cuando las condiciones son peligrosas, o deberían evitarlas, aunque siempre hay algún inconsciente que se mete donde no debe o cuando no debe. Pero si uno va a alta montaña a hacer alpinismo, se encuentra con situaciones en que las decisiones no son tan simples. Puede que la meteorología ya no sea la ideal pero tampoco evidentemente mala, que las condiciones de la montaña no sean perfectas o que el cansancio haya hecho mella, y hay que tomar la decisión de seguir o dejarlo. Por otro lado tampoco sale a cuenta ser extremadamente conservador y volverse atrás en cuanto las condiciones empeoran mínimamente, porque eso supone perder la oportunidad de aprovechar la montaña en la mayor parte de las ocasiones, aquellas en que las condiciones no son perfectas pero sí aceptables.

La teoría es fácil: evaluar objetivamente las condiciones y retirarse cuando el riesgo se considere inaceptable. Pero una vez en el ajo, la mente está sometida a estrés y la objetividad se queda en casa. La disposición psicológica y la personalidad juega un papel muy importante. Si un alpinista tiene un carácter excesivamente perseverante corre el riesgo de equivocarse y jugársela en algún momento en que el riesgo es excesivo, y al contrario, si es demasiado prudente perderá ocasiones en las que la montaña le permitía una diversión segura.

Puestos a pecar, mejor hacerlo por exceso de prudencia que por lo contrario. Pero no deja de asombrarme lo difícil que es a veces tomar una decisión correcta cuando el espíritu resulta estresado por las condiciones cambiantes, potencialmente amenazantes e inciertas de la alta montaña. En muchas ocasiones hace falta un cierto empuje psicológico _siempre dentro de los límites de la prudencia_ para no echarse atrás cuando aparece algún factor que empieza a sembrar la duda. Y esto último ocurre más frecuentemente de lo que parece.

Para mayor dificultad las condiciones de la montaña son cambiantes. En un momento las cosas se ven muy negras, en el instante siguiente puede aparecer un rayo de luz, y sin embargo el estado de ánimo negativo de un momento dado pesa como una losa y puede incapacitar para aprovechar la oportunidad de un cambio de condiciones.

Recientemente hemos disfrutado de algunas experiencias alpinísticas que, a un nivel elemental, nos han puesto en la tesitura de decidir entre retirarnos o continuar. Valgan estas tres historias como botón de muestra.

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Moscas y trenes

Gorges de Carança

Bosques, lagos de montaña y cumbres agrestes, el valle pirenaico de Carança está bien dotado de atractivos naturales, aunque el mayor de todos es su aislamiento, defendido por abajo por las gargantas del río, y por arriba por la cadena montañosa. O debo decir que era uno de sus atractivos, porque si hace cien años el aislamiento era perfecto, hoy el valle está más indefenso al asedio de los excursionistas. Desde España, el tren cremallera de Nuria permite sobrepasar la cadena tras una cómoda caminata de dos horas. Desde Francia, el acceso por el río se ha forzado mediante cornisas excavadas en la roca, pasarelas y puentes colgantes. El visitante recorre fácilmente este parque de atracciones natural, donde pone a prueba su dominio del miedo a las alturas, mientras, bajo sus pies, el río se abre paso entre las paredes de roca. Y claro, todo esto tiene su impacto en la afluencia de visitantes, pasando noche en las cercanías del refugio.

Convenientemente situado a cuatro horas del pueblo, el refugio de Carança es otro de los elementos que hacen desgraciadamente más accesible el valle. Pequeño, se llena fácilmente cuando lo asedian los excursionistas, pero los que se quedan fuera tienen la posibilidad de dormir bajo techo alquilando una tienda de campaña. En un fin de semana de verano hay que huir de este refugio como de la peste, porque pasar la noche vivaqueando en sus cercanías ha sido la peor experiencia de la travesía del valle. Abarrotado el lugar de campistas, moscas y mosquitos y boñigas de vaca, uno se da cuenta de que el disfrute de un vivac no depende solo de una noche estrellada y no demasiado fría, sino también de poder sentir los sonidos puros de la montaña, muy distintos de los de la muchedumbre acampada.

De Suiza a Marte

Puigmal

Bastan dos horas de esfuerzo y un kilómetro vertical para cambiar el chip, desde el paisaje verde, turístico y masificado hasta el mundo duro y frío de los amontonamientos infinitos de piedras.

Las primeras rampas, primero por el bosque y luego por comas pirenaicas_¡quién fuera vaca!_invitan a la conversación y a no racanear las pausas para hacer fotos de los saltos de agua del torrente. Pero ya por la interminable pedrera, la pendiente se hace notar y da paso a la introspección y a concentrarse en el esfuerzo.

Lástima que la gélida sensación térmica no nos deje ganas de recrearnos en la contemplación del paisaje desde la cumbre, ni de continuar enlazando otros collados y cumbres del cresterío. Será mejor que bajemos y nos mezclemos entre los turistas. Después de sentir el sabor del esfuerzo y del frío, la carne es débil y cae a la llamada del café con leche caliente y el bocadillo a resguardo, aunque sea a costa de la pérdida de la preciosa tranquilidad.

El país encantado del Somontano

Violante me pone en un aprieto y me pide que haga una crónica cuando todavía estoy a medio despertar de un dulce sueño, con la consciencia flotante y aferrada a lo soñado, mientras la realidad va anegándolo todo poco a poco. Los sueños son experiencias únicas que son auténticas sólo en el momento en que ocurren, pero que se convierten en caricaturas cuando se trata de recordarlos o contarlos con palabras.

A retazos, voy rememorando algunos trozos del sueño, como cañones de una belleza salvaje y trepadas vibrantes, unas en abrigos prehistóricos y otras en las que se comparte la misma perspectiva vertical que la de los buitres vecinos.

Pero la memoria de las sensaciones no es ni de lejos igual de vívida y llena de matices que en el momento en que estaban ocurriendo en vivo y en directo. ¿Cómo era aquella impresión dolorosa y punzante en los pies cuando atravesamos infinitas veces las aguas gélidas del Mascún? ¿O aquellas otras que deleitaban al paladar cuando el estómago exigía atención inmediata? Cuenta la leyenda que Casa Castro es la única casa rural cuyo restaurante estuvo a punto de obtener tres estrellas de la guía Michelín, pero las perdió de la noche a la mañana cuando los críticos gastronómicos se quedaron a desayunar al día siguiente.

Como es habitual, algunas partes del sueño rozan el absurdo, como bolas de colores y danzas frenéticas en la plaza y el sonido penetrante e interminable del canto del país en un castillo de nombre Akelarre. El castillo estaba regentado por un príncipe que se quedó muy impresionado al ver que Cenicienta tenía el poder de la eterna juventud. El Príncipe, que invitó a ella junto a sus pajes a sentarse a la mesa de su castillo y compartió algunas botellas de su bodega, era un magnífico conversador, orgulloso de describir las esperanzas y aspiraciones de las gentes del país encantado. Luego todo ocurrió de repente. El Príncipe invitó a Cenicienta y compañía a un viaje en carroza, pero ella y sus pajes optaron por salir por piernas cuando oyeron que las campanas anunciaban las dos y media. Extrañamente, después de las campanadas no fue a Cenicienta a quien afectó el encantamiento, sino que el castillo se convirtió en una granja de cerdos y el Príncipe en un porquero.

En pocas horas, la severa realidad me ha despertado del todo a sopapo limpio. Como suele ocurrir a menudo, otro cuento más de príncipes y princesas se está desvaneciendo en el aire como por encanto.

Afortunadamente no todo lo soñado desaparece. Queda el recuerdo de lo soñado. Y queda el calor humano de los compañeros que no ha sido un sueño sino real y bien real.

Cerdanyola del Vallès, 11 de abril de 2007

¿Quién dijo que el otoño es triste?

Ara ve el temps del gran repòs
i de la pau a les muntanyes;
el primer fred marci les flors;
fan vels de plata les aranyes.
Ara comença enllà del camp
el tomb august de la natura;
el faig ja té color d’aram
i és el pollanc or que fulgura.

Felip Graugés

Es verdad que los días se acortan y las faldas se alargan, pero en las laderas del Montseny el fin del ciclo biológico se celebra con un frenesí de vitalidad. Los bordes de las carreteras se plagan de un espécimen característico, el recolector de setas, o boletaire como se le conoce por aquí, ávidos de la deliciosa sombrilla. El hayedo del Matagalls, a despecho de la cercana e inevitable desnudez, se desquita con un festival de colores. Las hayas amarillean tímidamente y los arces se vuelven bermellones, pero en realidad la fiesta del color está sólo en sus inicios.

En cuanto llegue el fin de semana no me pienso perder los progresos de la coloración que estará ya más cercana a su apogeo.

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El ermitaño

En mi imaginario, el ermitaño es un ser legendario que se remonta a los albores del cristianismo o la Edad Media. Un asceta riguroso que se recluía en el desierto -la palabra proviene del griego eremos: desierto, yermo- o en las montañas para alejarse del infernal barullo de las ciudades y los pueblos, llenas del ajetreo creciente de los humanos y sus carros, y de las ominipresentes tentaciones sexuales, siempres perturbadoras para la tranquilidad del espíritu. O tal vez un monje piadoso junto con los seguidores que imitaban su vocación austera, relacionados con la lejana fundación de un monasterio. O al menos esa era la imagen mítica y arcaica que se me formaba antes de toparme este domingo por casualidad con un ermitaño del siglo XXI.

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Paseando por el Collserola

El Parque de Collserola es un verdadero lujo natural pegado a la misma Barcelona, con una vegetación de pinos, encinas y árboles de ribera que se hace frondosa, casi selvática, en el fondo de los valles y cerca del curso de los barrancos. Saliendo de Sant Cugat hay un sendero sinuoso que pasa por varias fuentes (Sant Vicenç, l’Ermetà) y fondos de barranco, por el que se puede dar un agradable paseo sin encontrar un alma, a solas con la naturaleza y con el sonido de los pájaros.

Encina junto a la Font de l’Ermetà

Sant Adjutori, una ermita románica redonda